Ahí me hallaba yo, sentado en aquella roca, en la punta de un acantilado. El
viento soplaba fuerte, y las olas chocaban cada vez más cerca de mí. A lo
lejos el Sol, ocultándose, y a la par la Luna surgiendo de entre montones de
nubes. El silencio en mi cabeza se volvía penetrante. En aquellos momentos
solamente existía. Con mi mirada fija al cielo, y mis manos agarradas entre
sí, expresando la necesidad de tenerla a mi lado. Con mi mente en otro
tiempo y espacio, reviviendo los recuerdos de vidas pasadas. Todo pasaba tan
rápido en mi cabeza, todo era tan raro. No recuerdo haber sentido tantas
cosas a la vez como ese día. Sólo recuerdo haber conocido a la esencia más
especial y única en el universo, mi soledad. Aquella inseparable esencia,
que nunca le brindé el tiempo necesario para conocerla mejor. Sin lugar a
dudas, ella siempre fue mi verdadera amiga, la que incondicionalmente estuvo
para mí, la que detrás de mi conciencia me apoyo eternamente a seguir
adelante. Era mi turno, me tocaba dar de mi parte, necesitábamos ayudarnos
mutuamente si queríamos seguir estando juntos.
Ahí me hallaba yo, dentro del cuerpo de un hombre sin esperanzas, esperando
a ser descubierta. La sangre corría lenta y suavemente a través de las
venas. El corazón destrozado y a la par el espíritu sumergido en llantos
intentando salir a flote. El cerebro regresando el tiempo y mostrando los
recuerdos de vidas pasadas, con el único propósito de mostrar que siempre he
estado en todos los tiempos y espacios a su lado. El aura con variaciones en
sus matices, modificando su energía. Creía haberme descubierto, mas no era
así, aún le quedaba un largo camino por recorrer.
Ahí estaba yo nuevamente, sentado en la roca del mismo acantilado, todo
volvía a suceder, todo era un ciclo. Lo curioso de cada ciclo era como me
iba conociendo más a fondo, y a la vez mi soledad se volvía el elemento más
importante. El tiempo, dejó de ser un factor influyente en mi vida. Había
aprendido tanto, desde que me senté en esa roca, que pareciera que todas las
vidas pasadas fueron pura pérdida de tiempo. Mi vida giraba en torno al
acantilado, era el lugar donde había evolucionado, donde había logrado
entender el porque de nuestra existencia. Me sentía preparado para viajar a
un nuevo mundo, a un nuevo mundo donde aprendería nuevas lecciones, y podría
seguir caminando a través del infinito camino de la perfección.
Ahí estaba yo nuevamente, dentro del mismo hombre, repitiéndole la misma
cinta, esperando a que comprendiera y recuperará otra vez su fe, una fe que
no estaba del todo perdida, una fe que había partido junto con ella.
El momento se convertía en algo mágico, todo sucedía como debiera de
suceder, todo era tan
tan celestial. De pronto, la marea se alzó, los
vientos soplaron fuerte, todo era un caos en el que yo me veía envuelto, me
encontraba en la mitad del océano elevado por alguna fuerza divina, todo
giraba a mi alrededor, todo era tan terrible a la vista, sin embargo, me
sentía tan lleno de energía, tan vivo
que en ese momento sentí haberme hecho
uno solo con mi soledad, había recuperado mi fe. Era tiempo del no tiempo,
era tiempo de volver a la civilización, de regresar a casa, de volver a la
biosfera de Namecumbawe.
El camino.
Fue difícil dejar aquel lugar, había sido mi hogar en la etapa más
importante de mi vida, fue el cruce donde encontré el camino que debía
seguir. Tenía en mente que no tenía ninguna prisa por llegar, y que el
camino podría significar tiempo para reflexionar. Las veredas por las que
emprendía mi marcha, se encontraban contaminadas por las constantes guerras
que hubo en el planeta, el aire que se respiraba era denso y era necesario
detenerse cada cierta distancia para recuperar las fuerzas perdidas por los
pulmones.
15/Jun/2003
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